El Suplicio del Suicida
Hay sentimientos y emociones límites que nos colocan en un callejón, el cual poco a poco nos va cerrando, un callejón donde todo lo posible se agota y se nos va entre las manos… Sentimos la respiración crispada, nuestra carne encogida y el pensamiento reducido al vacío… Este callejón no anuncia nada, se consuma en sí mismo y se experimenta como un suplicio… Suplicantes y con angustia, vemos al cielo y al momento de buscar una respuesta nos encontramos con un profundo blanco vacío y es ahí donde la obra Decimocuarta estación (¿Por qué me has abandonado) de Barnett Newman cobra todo el sentido, al ver al cielo nos encontramos con la nada, con la soledad completa y nos damos cuenta que no hay nada que nos pueda sacar de esta angustia más que nosotros mismos.
De allí comienza este impulso suicida, como una figura de ese sentimiento desbordante, una forma en la que el cuerpo pide romper para parirse nuevamente.
El sobreviviente a este impulso se reconoce como el culpable, el culpable de seguir vivo, de seguir respirando mientras otros mueren, el exceso persiste en esta idea de continuar. El pensamiento se tiñe de vergüenza, como si cada palabra cargara con el peso de un crimen silencioso… El exceso no se reduce al éxtasis, se incluye la vergüenza de ocupar un lugar y de sostener la vida como un gasto injustificable.
En esta mezcolanza de sensaciones nos encontramos con lo abyecto, que es lo que entendemos como la herida, la podredumbre y la fragilidad insoportable de la carne que puede quebrarse en cualquier momento. Lo abyecto nos repugna, pero también atrae porque nos obliga a mirar de frente lo que quisiéramos ocultar, como cuando miramos cualquier obra de Günter Brus, donde el artista utiliza su propio cuerpo como lienzo para mostrar lo grotesco, expiarse y causarnos sensaciones. En esa visión se abre un temblor, porque en medio de la descomposición también fulgura lo bello… lo bello aquí no es proporción ni serenidad, es un resplandor que se enciende en el horror, un instante de intensidad que arranca lágrimas y risa. Lo bello y lo abyecto se entrelazan empujándonos hasta el borde.
La risa nos revela ese borde con crudeza, abre un abismo y arrastra consigo al yo y lo confunde con el viento destructor que no deja nada en pie. Reír es reconocerse cómplice de la ruina, ver lo que ha pasado y tener aquella risa nerviosa de no poder hacer más, confluye en este espacio con la culpa, ambas muestran la imposibilidad de sostener la vida en términos de sentido.
A pesar de todo este desastre que hemos observado, nos encontramos con una dulzura… una dulzura mínima, banal y como si fuera un respiro inesperado en medio de la asfixia. Nos enseña que incluso en el suplicio hay instantes de alivio y que esos instantes son tan terribles como la angustia misma.
Y es después de esa dulzura donde emergen los ganchos. Son fuerzas mínimas, casi invisibles, que hacen que permanezcamos aquí. No tienen la forma de una revelación ni de una verdad, sino de restos, como una voz que recordamos, un gesto inesperado, un cuerpo cercano incluso la banalidad de lo cotidiano que nos amarra con suavidad y violencia al mismo tiempo. Los ganchos son lo que transforma la ideación suicida en un pensamiento y no en un acto, son los clavos invisibles que nos sujetan la existencia al borde del abismo. No salvan, pero sostienen. No iluminan, pero atan. Y en esa atadura hay algo insoportable y al mismo tiempo vital… gracias a ellos seguimos aquí.
Pensar la vida desde el exceso, desde un límite, desde la herida que confiesa su culpa y desde el callejón que dramatiza lo imposible. Allí la existencia se percibe como un gasto sin fin, un sacrificio sin altar y especialmente una belleza que nace desde la podredumbre.
El suicidio, la culpa, la risa y la dulzura son figuras de un mismo temblor que Bataille nos plantea en las páginas de El Culpable y de La Experiencia Interior.
Ese temblor no se traduce en doctrina. No se enseña y no se predica, si no que contagia como un clima. La angustia de quien respira en el callejón, la vergüenza de quien confiesa su culpa, la carcajada rota de quien se percibe cómplice de su ruina, la dulzura inesperada que aligera el suplicio: todos estos gestos transmiten un silencio que se expande.
Ese silencio no es vacío, es exceso.
Dejarse guiar por estas experiencias no es buscar claridad. Es aprender a sostener la herida, a reconocer que lo humano no se define sólo por el sentido, sino por su relación con lo insoportable. No se trata de buscar un más allá ni una redención. Se trata de confrontar el exceso, de percibir la existencia como sacrificio sin altar, como gasto insoportable y como temblor que arrasa.
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